Esa caricia inexistente se hace
cada vez más necesaria. No hay un juego de piel, sino destellos de casualidades
que arrastran silencios culpables de no decirnos nada.
Callamos.
Tú y yo nos encontramos en esa
mirada cómplice que es ausencia al resto de las palabras. Los demás marcan la
escena muda, casi en blanco y negro a nuestro alrededor, mientras nacen ocultas
sonrisas ajenas a tantos ojos vigilantes o celosos de nuestro color.
Anda. Deja que el mundo gire. Cierra
la puerta que tengo un universo preparado para ti. Mira que entre que yo llego
tarde y tú te retiras temprano, hay un tiempo que nos espera por coincidir.
Descansemos prescindibles de abrazos equivocados que tantas veces hemos dado y
que en el fondo nos debemos. Sujétame la esperanza que yo alcanzaré tus sueños.
Pero callamos, dejando enfriar el
café y consumir el cigarrillo. Porque tal vez es mejor el silencio que
confundir las palabras. Porque entre el vapor y el humo se diluyen los miedos
consecuencia del ayer que arrastramos y el temor a despertar mañana haciéndonos
falta.
Y a base de evitar evidencias nos
sumergimos en el paradigma de llamar casualidad al destino. Es mejor así.
O tal vez no.
Y en callar, puede que nunca lo
sabremos.
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El silencio que queda después de estas letras es una puerta abierta. Adelante, estás en casa...